12.20.2007

Nochebuena en mi infancia

Por TIBERIO CASTELLANOS

El patio de mi casa había estado desde la mañana lleno de ajetreos. Los hombres que mataban y preparaban el puerco para luego asarlo en la puya; las mujeres que trabajaban en la cocina, ese día con alguna ayudante ocasional, y algunas gentes amigas de la familia que habían venido a llevarse una parte del puerquito, pues, para una sola familia, un puerco siempre era mucha carne. Y en mi casa, gracias a Dios, no éramos muy comilones. Papá se conformaba con unos cueritos con casabe y los demás con un poco más. Es cierto que también había siempre esa noche alguna otra gente comiendo con nosotros. Debo aclarar, no obstante, que la costumbre de compartir con amigos pobres, la carne de los puercos que con frecuencia se mataban en casa, además de la generosidad característica de mi madre, tenía también como explicación la ausencia, en ese tiempo, de refrigeradores. Así que, después de matar el puerco, mientras menos carne quedaba en casa, menos trabajo se pasaba para conservarla.

Desde tempranas horas de la mañana en un lugar no lejos de la mesa del comedor, en una gran canasta, estaban los turrones, las manzanas, las uvas, las peras, las avellanas, las nueces y las pasitas, que eran mis preferidas. Venían entonces en cajitas de madera y con todas sus ramitas. Comíamos siempre en la terraza de atrás de la casa, en lo que aquí en Miami llaman Florida Room, amplia y aireada. Ahora no recuerdo donde se guardaban las botellas de vino español y también alguna que otra de ron dominicano, para algún visitante muy criollo todavía no muy aficionado al vino.

Además del puerco asado y el casabe ya mencionados, en la mesa había, como en toda mesa dominicana, arroz blanco y frijoles colorados. Y además ensalada. Debo decir, que, aunque por ese tiempo, ni en Pimentel ni en Miami, las legumbres habían adquirido el gran prestigio que ahora tienen, en mi casa siempre se comía algo de ensalada. Algo, pero para la Nochebuena esta ensalada era más abundante y variada: lechuga, col, rábanos, berro, zanahoria, alguna berenjena rebozada y alguna tayota. Y la gran vajilla que la contenía siempre ocupaba el centro de la mesa.

Pero, en realidad, en mi casa la Nochebuena comenzaba con todo su esplendor, cristiano y folklórico, cuando ya cayendo la tarde, llegaba Tío Martín casi cantando aquellos versos: "Esta noche es Noche Buena,/ noche de gran regocijo,/ porque ha de nacer el hijo,/ de María Gracia Plena,/ sin duda tendremos cena,/ y chupetina también,/ y allí un cherequetén,/ para bailar que no es malo/ y cantar por este palo:/ nació Jesús en Belén".

Eran las décimas de Juan Antonio Alix, que Tío Martín se sabía de memoria. Nunca supe cómo se las aprendió, ya que éste mi tío abuelo no sabía leer ni escribir. Venía muy alegre desde su casita en la finquita que mi familia tenia en las afueras del pueblito. Venía todo el camino, mejor sería decir toda La Calle de la Palma, diciendo sus décimas de pulpería en pulpería y en cada una de ellas después de las décimas, alguien le brindaba un trago. De modo que llegaba a casa con su cara muy colorada y el paso no muy seguro, pero muy alegre. Y seguía diciendo las décimas de Alix sobre la Nochebuena que son varias y que todas terminan con el pie forzado: "-nació Jesús en Belén"-.

Ya les dije que Tío Martín no tenía una sola letra. Pues tampoco tenía un solo diente. Se imaginarán ustedes los artificios de que se valía para comer, sobre todo la carne. Pues sí, se comía sus trocitos y el cazabe siempre mojado. Por otra parte, no era comilón.

No recuerdo discusiones entre la familia durante la cena de Nochebuena, ya que mamá vigilaba para que ninguno se pasara de tragos. Pero en otros días del año sí había broncas en la mesa, cuando cocinaban gallina y no le daban a mi hermano Gabriel el pichirrí.

La Nochebuena terminaba con la Misa del Gallo en la iglesita del pueblo, adonde iba toda mi familia y muchas otras familias del pueblito. Y luego a la cama.

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